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Mojiganga Electoral en Venezuela

Por Alejandro Tarre

01.08.05 | Hasta hace poco se podía hablar de Venezuela como una pseudo democracia, o una democracia electoral, uno de esos páises –cada vez más comunes- que residen en esa zona nebulosa que separan a las democracias de formas autoritarias de gobierno. Pero de un tiempo a esta parte, comenzando con el referéndum presidencial del 2004, otorgarle a Venezuela ese título, así sea en el sentido más barato del término, se ha hecho difícil, pues uno de los requisitos mínimos de cualquier democracia no se cumple: la celebración de elecciones libres, competitivas y justas.

Las trabas, triquiñuelas y los abusos cometidos en el referendo del 2004, luego en las elecciones regionales y ahora en la víspera de las elecciones municipales del próximo 7 de agosto, son incontables, pero vale la pena señalar algunos hitos.

En marzo del 2004, el Consejo Nacional Electoral (CNE) chavista, después de recibir 3.5 millones de firmas de ciudadanos venezolanos para convocar un reférendum revocatorio presidencial, invalidó más de un millón de estas firmas aplicando retroactivamente una norma que no fue parte del conjunto inicial de normas dictadas por el consejo, sino improvisada un mes y medio despúes de que se recogieran y entregaran las firmas. La norma –que establecía que los firmantes debían rellenar ellos mismos sus datos (el número de cédula, la fecha de nacimiento, etc) para que la firma fuese valida- es bastante cuestionable porque, como arguyeron diversos comentaristas en esos días, es bastante razonable que los trabajadores de las mesas ayuden a los cuidadanos a llenar sus datos para agilizar el proceso. Sin embargo, más que la norma en sí, la verdadera injusticia reside en la fecha en que se promulgó, pues ¿cómo es posible que el CNE dicte una norma sobre los mecanismos de recolección de firmas después de que éstas fueron recogidas? Quienes violaron la norma no tenían modo alguno de saber que estaban violando una norma.

Otro hito fue el aumento exagerado de electores en el registro electoral. En apenas 18 días, del 10 al 28 de julio del 2004, el registró creció un 12% (de 12.4 a 14.2 millones de electores), aumento sospechoso cuando se considera que en las últimas décadas el registro ha crecido un 11% promedio cada cinco años, y si se toma en cuenta la agresiva campaña de repartición de documentos de identidad y naturalizaciones que el gobierno llevó a cabo justamente en los meses que precedieron el referéndum (campaña que ahora ha sido reactivada para las elecciones municipales). Este aumento, por lo demás, fue en parte posible porque el gobierno cerró el registro no 90 días antes del referéndum, como lo exige la ley, sino apenas unas semanas previas a la fecha, lo que constituye una flagrante violación tanto de la Ley Orgánica de Sufragio venezolana como de los estándares internacionales para la realización de elecciones limpias.

Lo más escandaloso del proceso, sin embargo, no fue la invalidación de las firmas ni el aumento del registro, ni tampoco el irrespeto de los cronógramas electorales ni los límites impuestos a los observadores internacionales, sino la celebérrima ‘lista de Tascón’. Después de la recolección de firmas, el gobierno conservó el listado de los casi 3.5 millones de personas que firmaron para convocar el referéndum. A través de esta lista, publicada en internet por el diputado oficialista Adolfo Tascón, el gobierno revocó contratos, despidió a trabajadores públicos, negó cédulas, pasaportes y acceso a programas sociales a miles de venezolanos por el mero hecho de haber firmado.

Que la alta jerarquía chavista estaba metida hasta el cuello en este sistema McCarthista de discriminación política no es ningún secreto. El mismo Chávez lo admitió hace poco en su programa Aló, Presidente, cuando en medio de una de sus interminables chácharas dominicales encomendó a sus seguidores a que abandonaran el uso de esa lista porque ‘ya sirvió su propósito’. El vicepresidente Rangel salió rápidamente a tratar de remendar las palabras de su jefe, pero la defensa fue casi tan patética como las declaraciones de Chávez. En vez de alegar que el presidente no se había expresado bien, que no había utilizado las palabras correctas (la única defensa posible), Rangel le echó la culpa de la lista a la organización civil que se encargó de recoger las firmas, un declaración absurda pues lo que se crítica no es ‘la autoría’ de la lista, o el hecho de que esta lista exista sino el uso que se le ha dado.

Los defensores del régimen apuntan con algo de razón a la OEA y al Centro Carter para argüir que el referéndum fue justo. ¿No fue la legitimación del revocatorio por parte de los observadores una prueba de que, en el fondo, el proceso cumplió con los requisitos mínimos con los que debe cumplir una elección para ser calificada como justa? Por lo general, sí. Pero en este caso en particular deben tomarse en cuenta otros factores.

Tanto el Centro Carter como la OEA negaron la posibilidad del fraude electrónico, pero ambas organizaciones señalaron en sus reportes muchos de los abusos, trabas e irregularidades cometidos por el régimen durante el proceso. Jennifer McCoy del Centro Carter observó en un ensayo publicado en el Journal of Democracy que el CNE favoreció al gobierno ‘virtualmente en todas las decisiones controversiales’ del proceso, y que trató injustamente de invalidar firmas para no llevar a cabo el referéndum, y que naturalizó inmigrantes y repartió cédulas ‘con la expectativa de que muchas de estas personas votaran a favor del gobierno’. Obviamente, la señora McCoy y sus colegas del Centro Carter piensan que esto no fue suficiente como para establecer que las elecciones fueron injustas. Y a juzgar por el lujoso reporte final del centro (publicado en febrero del 2005), tampoco piensan que el uso de una lista para influir el voto por medio de la intimidación, la amenaza, el vapuleo, la coherción, debe considerarse un factor importante en la evaluación de los procesos electorales en Venezuela. Sin embargo, uno se puede reservar el derecho de diferir con ellos y sus colegas en la OEA.

También con algo de razón los defensores de Chávez apuntan hacia su alta popularidad (alrededor del 70%) como un factor legitimador del régimen. Aunque claro está que la popularidad de un líder no le da carta blanca para gobernar como le venga en gana, vale la pena detenerse en este punto.

Frustra a cualquiera ver como, a la par de esta retahíla de abusos cometidos en el referéndum del 2004, la popularidad de Chávez se disparó hacia arriba. También es descorazonador ver como, a pesar de la gradual erosíón de las instituciones democráticas del país, las encuestas Latinobarómetro revelan que la mayoría de los venezolanos apoyan la democracia y la mitad está satisfecha con la manera como funciona. En estas encuestas los venezolanos se muestran más satisfechos con esta forma de gobierno que los peruanos, los ecuatorianos, los paraguayos, los guatemaltecos y otros pueblos latinoamericanos.

¿Por qué ocurre esto? En parte, no cabe duda, esto se debe a los programas sociales y ‘misiones’ asistenciales que Chávez ha podido implementar gracias a los altísimos ingresos petroleros. Aunque estos esfuerzos no se han traducido en políticas coherentes de reducción de pobreza, programas de esta estirpe siempre van a ser imanes de votos. Pero sospecho que también se debe, en primer lugar, a que muchos venezolanos tienen un entendimiento pobre y limitado del concepto de democracia, y en segundo lugar, al subestimado factor de la desinformación, producto, en parte, de esa falta de profesionalismo en los medios de comunicación venezolanos que ha generado extrema desconfianza en el oficialismo y en los diversos sectores de oposición. Nadie le cree a nadie.

Ante toda esta situación, la oposición en Venezuela confronta ahora un dilema. Las elecciones municipales del próximo 7 de agosto no serán limpias. Una vez más, el registro electoral no es confiable; las circunscripciones electorales fueron establecidas ilegalmente; el CNE no ha permitido que organizaciones cuidadanas estudien los sistemas y dispositivos que utilizaran en el proceso de votación; nada se ha hecho para remediar el estatus ‘provisional’ de los miembros del CNE; y lo que es más, el consejo sigue rigiéndose por un Estatuto Electoral que, en teoría, ha debido aplicarse sólo en las elecciones del 2000.

¿Significa esto que los venezolanos no deben ir a votar? La posición de quienes promueven la abstención es respetable y digna, pero creo que a nivel prágmatico nada se logra tomando ese camino, no a nivel nacional, ni mucho menos a nivel internacional, donde el efecto de la abstención ciertamente no va a pesar más que los millones de petrodólares que está regalando Chávez por el continente. En todo caso, el debate sobre votar o no votar no debe ser ahora prioritario entre los opositores del régimen. La prioridad debe ser convencer a sus compatriotas de que Chávez no es un líder capaz ni democrático. La prioridad debe ser la búsqueda de maneras creativas de abrir los espacios democráticos que Chávez ha cerrado. La prioridad debe ser, ante todo, salvar y fortalecer las intituciones demócraticas antes de que el oficialismo acabe con ellas. No se debe olvidar que Chávez es en gran parte el culpable de la deshiladura de la democracia en el país, pero también es la consecuencia de la débil cultura institucional que ha caracterizado, durante su historia, a Venezuela y al resto de América Latina.

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